«Gracias… mi bebé» — murmuró la mujer temblando, mientras Noah la salvaba de una muerte inminente en las vías del tren

Un rescate puede desatar secretos más oscuros.
Historias

Aquella jornada prometía transcurrir sin incidentes. Noah Harris, granjero viudo de 36 años, volvía a casa siguiendo el antiguo sendero ferroviario que atravesaba los terrenos detrás de su propiedad. El crujido de sus botas sobre la gravilla marcaba el ritmo de una existencia marcada por la soledad. Tras perder a su mujer hacía dos años, los días de Noah transcurrían monótonos: labores agrícolas, quietud absoluta y las carcajadas progresivamente más distantes de Emma, su hija de diez años que cursaba estudios en la urbe.

Sin embargo, esa tarde la tranquilidad se desmoronó.

Un chillido estridente, impregnado de desesperación, rasgó la atmósfera. No parecía proceder de ninguna bestia: resonaba claramente humano y rebosante de horror. Noah se detuvo bruscamente. Instantes después se escuchó otro alarido, más tenue, mezclado con el estruendo distante de una locomotora aproximándose.

Sin titubear, comenzó a correr. Su corazón martilleaba violentamente y el terreno temblaba bajo sus pasos. Al rodear la pendiente, la escena que contempló lo dejó petrificado.

Una mujer permanecía amarrada a los rieles: las extremidades superiores aseguradas con cuerdas resistentes y los tobillos encadenados al metal. Su vestimenta desgarrada se adhería a su cuerpo lastimado, mientras su melena castaña exhibía enredos de barro y transpiración. Lo que provocó náuseas en Noah fue el pequeñísimo infante que ella sostenía contra su torso, cubierto con una cobija destrozada, gimiendo débilmente.

El silbato del convoy se intensificaba; el tiempo se agotaba.

—¡Dios mío…! —exclamó Noah, precipitándose hacia ella. Se arrodilló junto a la mujer—. ¡No te muevas! ¡Conseguiré liberarte!

Ella entreabrió los párpados lentamente. —Te lo ruego… mi criatura —balbuceó, casi inaudible sobre el fragor.

Noah extrajo su cuchillo y empezó a seccionar las amarras. La locomotora estaba tan próxima que percibía las vibraciones del piso y el metal resonando. La hoja se deslizaba por el sudor acumulado en sus palmas.

—¡Aguanta! —vociferó, cortando con mayor intensidad. La soga cedió. Jaló su extremidad con potencia y posteriormente logró soltar la cadena del pie. La arrastró junto al niño, haciéndolos rodar lejos del carril justo cuando la máquina pasó velozmente, con una corriente que lo derribó.

El estrépito resonaba en sus tímpanos; el aire caliente le golpeaba el rostro. Cuando finalmente el tren se distanció, Noah permanecía tendido, respirando agitadamente, con la mujer y el infante entre sus brazos, con vida.

Por varios minutos los observó, aturdido por la cercanía de la tragedia. La mujer se estremecía mientras abrazaba a su pequeño.

—Mil gracias… —murmuró débilmente.

Pero al contemplar sus ojos, Noah detectó algo más allá del pavor: un misterio que ella no deseaba compartir.

La trasladó a su modesta granja en las periferias. Al arribar, el astro solar ya se había ocultado. La veterana vecina, la señora Cooper, percibió el tumulto y llegó presurosa.

—¡Santo cielo! —exclamó al observar las muñecas enrojecidas—. ¿Qué ha sucedido?

—La descubrí atada a los rieles —explicó Noah, sin aliento—. Alguien la abandonó de esa forma.

La instalaron en el diván y la señora Cooper recibió delicadamente al infante. La criatura, de escasas semanas, lloró suavemente. Pronto Noah descubrió que la mujer respondía al nombre de Eva Monroe. Inicialmente hablaba escasamente, aún conmocionada por el trauma.

Aquella noche Noah permaneció despierto. Revivió la escena repetidamente: las ataduras, el sollozo del bebé, el terror en la mirada de Eva. ¿Por qué razón alguien cometería semejante acto?

Al amanecer Eva estaba consciente pero lívida. Noah le proporcionó alimento y, con tono gentil, le cuestionó: «¿Quién te amarró?».

Sus labios se agitaron. —Me persiguen —balbució—. Regresarán.

—¿Quiénes? —preguntó él.

Vaciló, estrechando al infante contra ella. «Los parientes de mi esposo. Consideran que los avergoncé. Tras su fallecimiento me acusaron… afirmaron que deshonré su apellido. Escaparon de mí, pero me localizaron». Su voz se fragmenta. «Deseaban garantizar que jamás volviera a pronunciar palabra».

Noah tensó la quijada. —En este lugar estarás protegida.

Eva sacudió la cabeza negativamente. —Nadie permanece seguro cuando existe sed de venganza.

Durante las jornadas posteriores, gracias a los cuidados de la señora Cooper, Eva se restableció gradualmente. Colaboraba en las labores domésticas, alimentaba al infante y fue recuperando la alegría, aunque su mirada frecuentemente se extraviaba hacia las elevaciones, observando el sendero, como si esperara algo —o a alguien—.

Una tarde Noah retornó del poblado con información preocupante. El comerciante le relató que dos individuos habían indagado por una joven con un infante, ofreciendo recompensa por datos.

Aquella noche, mientras el viento aullaba en el exterior, Noah preparó el fusil y se ubicó cerca de la ventana. La lámpara oscilaba. Eva permanecía junto al acceso, con su hijo entre sus brazos. Intercambiaron miradas: pavor en ella, determinación en él.

—Si llegan —declaró Noah en voz queda—, deberán atravesarme primero.

En ese preciso momento, el sonido de galope distante resonó en el valle.

El galope se aproximó, rítmico y persistente. Noah empuñó el fusil. La luminosidad lunar iluminó los terrenos y reveló a tres jinetes que avanzaban precipitadamente.

La señora Cooper extinguió la lámpara. —Nos han localizado —murmuró.

Eva estrechó al infante, temblando. —Son ellos —afirmó.

Los individuos detuvieron sus monturas junto al cercado. El de mayor edad, un tipo corpulento con una marca en el rostro, vociferó: «¡Sabemos que permanece ahí! ¡Salga inmediatamente, campesino! ¡Nos corresponde!».

Noah salió al pórtico con el arma. —No le corresponde a persona alguna —replicó, firme—. Márchense.

El individuo sonrió con desdén. —Lo lamentarás.

Antes de que pudiera extraer su arma, Noah descargó un proyectil de advertencia que silbó próximo. Los atacantes dudaron. Entonces estalló el combate. Uno devolvió el fuego y una ventana estalló. La señora Cooper gritó y Eva se agachó resguardando al infante.

Noah se desplazó con exactitud: disparó nuevamente y obligó a los agresores hacia la valla. Un jinete cayó; otro se ocultó tras un carromato. El líder blasfemó y recargó la pistola. «¡No escaparéis!»

En el interior de la vivienda, Eva depositó al infante en un sitio seguro y tomó el revólver diminuto que Noah resguardaba en la cocina. Se aproximó a la ventana silenciosamente. Cuando el individuo con la cicatriz apuntó a la espalda de Noah, Eva presionó el gatillo. El disparo quebró la noche. El individuo se tambaleó y dejó caer el arma.

Los restantes huyeron aterrorizados. Sus monturas se perdieron en la penumbra y el galope se desvaneció hasta extinguirse.

Noah se giró, estupefacto. Eva temblaba, aún humeante la pistola entre sus manos. Las lágrimas descendían por sus mejillas.

—Debía hacerlo —susurró.

Noah abandonó el fusil y se acercó. —Salvaste mi existencia —dijo quedamente.

El alguacil apareció posteriormente, alertado por los disparos. El individuo herido sobrevivió lo suficiente para confesar todo: la conspiración para asesinar a Eva y apropiarse del infante para entregarlo a los parientes de su difunto esposo. El proceso concluyó con su arresto.

Semanas después, la tranquilidad retornó a la propiedad Harris. Eva y su hijo permanecieron allí, colaborando con el cuidado de los animales y las cosechas. Lo que inició como agradecimiento entre ella y Noah evolucionó hasta transformarse en algo más profundo, fundamentado en la confianza.

Con la llegada de la estación primaveral contrajeron matrimonio bajo el viejo sauce junto al río. La señora Cooper lloró de felicidad y la pequeña Emma sostuvo al infante de Eva, que ahora reía y mostraba excelente salud.

Para Noah representó una nueva oportunidad de constituir una familia. Para Eva, la promesa de libertad.

Y para el poblado, un recordatorio: ocasionalmente quienes demuestran mayor valentía son aquellos que corren hacia el grito en lugar de alejarse de él.

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