— Juan José, escucha lo que viene a contarnos Gemma.
Gemma Díaz pasó un buen rato de visita en casa de Nicolás Castro. Salió por la verja frotándose las manos y sonriendo. Lo que había planeado le salió bien.
Poco después, Laura se trasladó a vivir a casa de Nicolás Castro y se convirtió en la esposa de Juan José Marín. Se adaptó con rapidez a su nueva situación y sintió que por fin tenía una familia. Especialmente encariñado con ella estaba el hermano menor de su marido, David, tal vez porque echaba mucho de menos el cariño materno. Laura le entregaba todo su afecto: le ayudaba con los deberes, incluso escribían juntos las redacciones, y siempre le traía dulces del supermercado. Cocinaba muy bien, algo que todos en la familia apreciaron enseguida.
— Laura —le decía David—, quiero tortitas con nata… fríelas…
— Ya estás tú hecho una tortita —bromeaba Nicolás Castro con su hijo—. Mira esas mejillas que te has echado. Nos tienes bien alimentados, Laura —le decía en tono jocoso.
— Es que vosotros sois así por naturaleza: sanos, fuertes y altos. Y claro que tenéis que comer bien —respondía ella al suegro.
Pero Nicolás Castro no terminaba de aceptar esa palabra: “suegro”. Los pensamientos que empezaban a rondarle los guardaba para sí mismo; temía que alguien pudiera notarlo. Le encantaba oír la voz de Laura, hablar más con ella, ver su sonrisa radiante… Pero no podía ser. Ella era la esposa de su hijo y tenía que apartar esas ideas sin contemplaciones.
Juan José Marín y Laura vivían tranquilos; no mostraban un amor apasionado el uno por el otro. Sí se cuidaban mutuamente y sabían bien que no se habían casado por amor. Pero ambos confiaban en aquello de “el roce hace el cariño”. Y eso mismo decía también Gemma Díaz.
Nicolás Castro notó cómo su hijo había cambiado: se le veía más animado, sonreía más, había ganado peso… parecía haber recuperado el alma. En sus ratos libres del trabajo se dedicaba a las tareas del hogar: arreglaba la valla o le daba una mano de pintura; incluso construyó un nuevo cobertizo.
Sin embargo, Nicolás empezó a notar algo extraño: algunas noches Juan José salía sin decir nada.
— Tiene a su mujer al lado… ¿y aún así sale? Qué cosa tan rara —se preguntaba extrañado.
Decidió observar mejor; quizás solo era una impresión equivocada. Pero también notó cómo por las noches Laura se volvía sombría y se encerraba sola en su habitación.
Una noche no pudo contenerse más y la detuvo tomándola del brazo:
— Gemma… ¿qué está pasando? Vosotros dos estáis raros… Sois marido y mujer pero os comportáis como si fuerais unos desconocidos…
— No… no pasa nada —respondió ella rápidamente— te lo imaginas —esquivó la conversación Laura y desapareció hacia su cuarto; ese lugar donde Nicolás nunca entraba.
Pero él ya había tomado una decisión: quería saber toda la verdad hasta el final. A la noche siguiente habló directamente con su hijo. Le hizo exactamente la misma pregunta.
Juan José no dio rodeos:
— Papá… no te comas la cabeza —pero tras pensarlo un momento añadió— aunque mejor te lo digo ahora todo claro antes que seguir cargando con esto dentro…








